domingo, 2 de junio de 2013


Escapar del frío en el Víctor Jara
Cerca de 300 personas, pasarán los siguientes días de invierno en el Estadio Víctor Jara, habilitado como albergue en la comuna de Santiago. Distintas razones, que incluyen drogadicción, alcoholismo y discapacidades mentales, hacen el ambiente sea a ratos caótico.
Tania Elizabeth Díaz González
Todo el mundo corre dentro del estadio Víctor Jara. Aunque este año se prometieron camas y camarotes dentro del albergue, la mayoría de colchones están aún en el suelo. No hay suficiente personal y, hasta ahora, se han negado a trabajar con voluntarios. Quienes llegan huyendo del frío no se quejan, es mejor que la calle. Faltan almohadas, hay quienes acaparan frazadas y una persona en el fondo grita que le lleven un ‘alprazolam’. El corredor de seis por dos sirve como pieza y tiene una estufa a gas en la entrada.
5729 personas viven sin techo en la Región Metropolitana, según el catastro realizado por el Ministerio de Desarrollo Social. En la época de frío, la mayoría busca refugio en los albergues habilitados por el Gobierno.
Patricio “Pato” Galleta tiene 56 años y la noche del 15 de mayo, la más fría de lo que va del año, durmió en el parque Los Reyes. Él vaga por las calles de Santiago desde hace más de diez años, pero no pide limosnas. Trabaja en la Vega Central, donde vende adivinanzas: “Son muy igualitos y cuando están viejitos, abren los ojitos. Al mejor postor la vendo ¡El que sabe,  sabe y el que no, aplaude!”, dice mostrando su sonrisa sin dientes.
A la mañana siguiente, un feriante le contó que ya habían habilitado un albergue, en el estadio Víctor Jara. Pato Galleta recogió sus cosas en un saco y llegó temprano al estadio.
El lugar le trae recuerdos. Cuando joven fue militante del Movimiento de Izquierda Revolucionaria de Chile (MIR). Y, como los que ayudan al correcto funcionamiento del establecimiento, fueron militares los que a culatazos le botaron los dientes por andar protestando.
Son las 5 de la tarde en punto y todavía no abren las puertas. Ya se encuentran más de veinte personas esperando impacientes. Buscan una ducha caliente, cena y abrigo. En la fila abundan las risas y chistes. Casi todos ellos se conocen. Duermen en parques, afuera de hospitales, en las laderas del Mapocho y pasan los inviernos juntos. Han hecho de la calle su hogar y se ayudan como familia.
Blanca vivía en un campamento en Renca junto a su esposo y su hijo. Hace un año, el Gobierno los sacó de la orilla del canal San Carlos. Ahora está a la espera del subsidio prometido, el que cumpliría su sueño de tener una casa básica a los pies del cerro Renca en 2014.
Antes de que habilitaran el albergue, Blanca y su familia dormían bajo uno de los tantos puentes que cruzan el río Mapocho. No pasaban hambre, porque iban a cenar al Hospital San José. Allí, todos los días a las 9 de la noche, van comunidades de hermanos evangélicos a entregar comida y café para el frío.
Después de más de 40 minutos y, ante los gritos molestos de quienes estaban esperando con ansias, las puertas se abren. Un equipo de Carabineros se ubica en la calle, con la misión de mantener el orden. En la entrada los encargados son, en su mayoría, militares.
En el recibidor, lo primero que salta a la vista son las imágenes de personas que están desaparecidas. Familiares llegan todas las noches preguntando si los han visto y dejan una foto como recordatorio. No pierden la esperanza de que, buscando refugio en el lugar, su ser querido sea encontrado.
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El proceso para ingresar es lento, porque prima la seguridad.
Todo el que entra es primero revisado con un detector de metales portátil.
Después, dan palmadas por encima de la ropa, buscando algún objeto ilegal. Los militares requisan todo elemento corto-punzante y bebidas alcohólicas, porque adentro hay ley seca. Deben inspeccionar todas las pertenencias, abren las mochilas, sacos y bolsas, verifican los bolsillos.
Los cuchillos, limas o navajas encontrados irán, marcados con el nombre del propietario, a un cajón. Así, quien se retire por la mañana puede llevarse lo que le pertenece.
Finalizada la revisión, otro militar entrega dos fichas plásticas de colores. La primera sirve para retirar el conjunto de útiles de aseo, que contiene champú, jabón y una toalla para ducharse cómodamente. La otra ficha es para la comida, que incluye cena y desayuno.
Lo último antes de entrar, es decir el RUT o nombre a quien esté llevando el registro computacional. Los datos se anotan en una planilla de Excel e indica a quiénes y a cuántos se está beneficiando con el programa.
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José Luis Antonio, conocido como “la loca del impermeable”, es alcohólico. Sabe que le va a costar mantenerse toda la noche sin beber, por eso pone su máximo esfuerzo en esconder su vicio. “Estos no me van a querer revisar la cosita”, ríe mientras oculta la botella con alcohol en su calzoncillo. “Yo tengo poderes: ¡Soy súper borracho!”, grita mientras gira y termina de beber otra botella que andaba trayendo. Como la ley seca es adentro, las personas con hálito alcohólico pueden ingresar sin problemas. No las hacen subir escaleras, las mantienen más vigiladas y, si molestan mucho, las obligan a ir a acostarse. Una parte del lugar es de uso exclusivo para los hombres que llegan ebrios.
En el comedor, señoras de una empresa especializada en distribución de alimentos, calientan la comida. Una bandeja con lentejas, pan y jugo en caja. Un monitor vigila que no se repitan la ración, porque las mujeres no son capaces de negarse. Cuando el monitor se va, ellas les regalan más jugos y pan, que ellos esconden en sus bolsillos.
En el segundo piso, hay otra área es exclusivamente para mujeres o parejas. Allí, en un colchón de plaza y media, pueden descansar: “Apretaditos es más calentito, más rico. Sabemos que acá es el ‘Motel Víctor Jara’ y lo aprovechamos”, comenta con picardía Pepe, quien vaga con su pareja por la ciudad hace poco más de dos años. Acaban de tener trillizas, que nacieron prematuras y están internadas en el Hospital San José.
Ellos solían tener una casa, en Puente Alto. Pepe fue despedido y no conseguía encontrar trabajo. Buscó consuelo en la droga y su pareja también empezó a consumir. Al tiempo,  perdieron la casa. Pasan temporadas en albergues, en la calle, han arrendado una pieza. Ambos van al patio interior a fumar con regularidad, para tratar de calmar sus nervios. Tienen planes de arrendar un lugar barato, que sirva de hogar a su nueva familia.
El Ministerio de Desarrollo Social y el Servicio Nacional para la Prevención y Rehabilitación del Consumo de Drogas y Alcohol (SENDA) hicieron un acuerdo y seis personas estarán dando apoyo como monitores en el albergue, ante situaciones que requieran una intervención “más humana que militar”.
Patricia es trabajadora social y monitora. Aunque realiza feliz su labor, lamenta que, a su juicio, lo que se está haciendo es mitigar la consecuencia y no subsanar una de las causas que llevan a las personas a la calle.
“En Chile no hay buenos programas de rehabilitación. Tú ves que hay gente profesional que, por culpa de la droga, termina destruida y viviendo en la calle. Necesitamos rehabilitarlos, reinsertarlos en la sociedad”, afirma Patricia.
Dania también es monitora y se tituló recientemente de psicología. “Ahora el tema es contingente, pero el programa dura hasta el 15 de septiembre. Y los monitores vamos a tener que estar ahí, escuchándolos, tocándolos. La gente pelea fuerte, se pone complicada y ahí hay que pedir ayuda a los militares. En un albergue se viven situaciones al límite todo el tiempo. Hay que intentar mantener el control en una situación que es, por naturaleza, extrema”, señala.
En una cama, una señora de unos 70 años tose muy enferma. Dania llama al equipo médico, que se ubica junto al comedor. Suben una doctora y dos paramédicos para revisarla. Después del examen físico y muchas preguntas, se le diagnostica una bronquitis obstructiva. La doctora le receta un jarabe y otras pastillas. El paramédico irá en la mañana a ver cómo sigue. El equipo se retira.
Son las 10 de la noche y los monitores piden silencio. Las luces se apagan pasillo por medio. Ya es hora de dormir.


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